Mi papá era el mecánico de una empresa recolectora de residuos, y sus compañeros de trabajo eran pues, otros mecánicos, los choferes de los camiones y los recolectores. Estos, si alguna vez prestan atención lo verán, llevan detrás del camión, justo en la parte donde se tira la basura, una lona atada a ambos lados del camión que hace de gran bolsa, en ella, van colocando las cosas que la gente tira pero que aún pueden servir, entre esas cosas juntaban libros, no en el romántico sentido que seguramente ustedes están pensando sino para venderlo como papel.
No sé con qué artimaña mi padre los convenció y cada vez que juntaban libros se los daban a él.
Esta es la razón por la cual en mi casa si se revolvía un poco la biblioteca se encontraba desde el Manifiesto Comunista hasta Otelo, pasando por libros en alemán, inglés, francés e idiomas indescifrables así como Ibsen, recetarios, Sábato, biblias, Hemingway, Freud, libros de medicina y demás tema que se haría imposible enumerar.
Yo contaba con cinco años, y había pasado victoriosa mi primera aventura donde, semialfabetizada me entablé en una lucha cuerpo a cuerpo con las letras y me zambullí de cabeza a leer “Mujercitas” de Louisse M. Alcott, así que me animé y me sumergí en el mundo fatal de Horacio Quiroga y leí “Cuentos de la selva”, lo hacía a la noche, cuando me iba a acostar, rápido porque no quería escuchar el: “apagá la luz” en medio de la Gama Ciega.
A Quiroga le siguió Jorge Washington Ábalos, con “Shunko” y luego creo que “Chico Carlo” o “Mi planta de naranja lima”, obvio todos bajo la previa selección de mi padre a quien debo el placer por la lectura.
Y después de este gula literaria, la escuela.
Primer grado.
Teníamos un libro de lectura, ni siquiera recuerdo el nombre, ¡estaba tan emocionada con mi librito forrado con “contac” transparente! Comenzamos a leerlo a medida que nos “enseñaban” a leer.
Todas las lecturas referían a la misma familia, Mamá, Papá, Ana que era la hija y su hermanito que no tenía nombre hasta casi la mitad del libro que descubrimos que se llamaba Tomás.
Y comenzaba así:
Ana amasa la masa.
Papá fuma su pipa.
Mamá ama a Ana.
Claro, el hermanito no podía tener nombre porque era imposible que alguien leyera “Tomás” a esa altura del año.
Casi al final del libro decía “la familia se divertía mucho en la piscina” y un compañero leyó: “la familia se divertía mucho en la pileta” Muy bien le dijo la maestra. “Pero no dice pileta”, dije sin ánimos de ofender, “dice piscina.” “Sí, pero como ustedes no saben leer piscina, hagamos de cuenta que dice pileta”.
E hice de cuenta, total, no era ni pizca de importante que la familia se divirtiera en la pileta/piscina ya que pobre gente, después de amasar la masa, fumar su pipa y mimar a Ana no les pasaba otra cosa.
Creo que ese fue el punto donde la literatura se abrió ante mí en dos caminos opuestos, uno, la escuela con Ana y sus papás y otro con Quiroga, con la tortuga gigante, con los montes santiagueños, con yacarés, surubíes y lechiguanas que hacen vasijitas en la tierra para poner su miel…
No me transportaba a ningún mundo Ana amasando la masa, ni su papa fumando su pipa, ni siquiera aún, que se diviertan en la piscina.
Nunca me atreví a decirle a la maestra que en casa leía libros de verdad, porque temía a que me lo prohibieran, por esa extraña razón que solo podíamos leer determinadas palabras.
Cuando logré encontrar un punto de contacto entre ambas fue durante la escuela secundaria, las dos literaturas se unieron, no digo en un solo camino, pero al menos eran paralelos.
Entró a mi vida la profesora de literatura de primer año, me acuerdo de su nombre, se llamaba Ida Mugno, nos hizo leer “Historia de Luz y Sombra” de Ada María Elflein, era una selección de cuentitos de la época colonial, más tarde “El cantar del mío Cid”, “El Quijote”, me maravillé con “La dama del alba” de Alejandro Cassonas, conocí a Gregorio de Laferrere a través de “Las del Barranco”. Luego tuvo el buen tino de pedirnos con una selección de cuentos para el primer nivel donde ya se colmó mi mundo literato de placer: Ray Bradbury, Borges, Manuel Mujica Lainez, José Martí, Marco Denevi.
Así pude ir haciéndome mi perfil de lectora y descubrir que me gustaba la literatura gauchesca, hice mi incursión por el Martín Fierro, por Don Segundo Sombra, caí hipnotizada ante Payró con sus cuentos de “Pago chico” y “El casamiento del Laucha”, descubrí a los “Cuentos fatales” de Lugones, a “La gallina degollada y otros cuentos” de quien fuera mi primera inspiración por esos lares de la literatura, Horacio Quiroga.
Entre la escuela y la biblioteca de mi casa donde ya los libros se guardaban en cajas apiladas unas arriba de otras porque no había más lugar donde ponerlos, y la vigilancia extrema que debíamos ejercer sobre mi madre, ya que en sus “limpiezas generales” pasaba dos o tres cajas de libros a su destino original que era la basura, me forme como lectora compulsiva, eso sí, no de gran paladar.
Debido a la variedad, consumí todo cometiendo el pecado capital de la gula. Lindo y feo, conocido e ignoto, best seller y obras maestras, “Selecciones” y revistas “Humor”. Incluso había un ejemplar de la revista “Hortensia“
También leí lo que no debía. Ya contaba con 14 años y salteaba la restricción de mi papá, con total libertad leía lo que quisiera, recuerdo que a esa edad leí “.............“ (No pongo el nombre para que no hagan lo que yo y vayan a leerlo ahora, cuando sean más grandes se los digo) creo que el estupor me impidió hablar durante semanas, aún así lo terminé.
Mis horizontes se fueron ampliando y llegué a “El hombre ilustrado” de Bradbury con el prejuicio que la ciencia ficción no iba a gustarme. Error, me cautivó.
Descubrí a Benedetti, que por esas cosas raras de la vida en mi biblioteca no había ningún ejemplar de él, a través de una amiga adolescente que me prestó, mientras sucumbía a la picazón de la varicela, “Primavera con una esquina rota” para que se me hagan más amenos los días de calvario. Bajo mi compulsión, apenas dos horas me duró la amenidad.
Por eso caminos del azar, llegué a Cortázar, Sábato, Anais Nin, Henry Miller, Isabel Allende, el hallazgo más placentero fueron “Las mil y una noches”, aún hoy no sé como terminó Scherezade de contarle los cuentos al sultán ya que solo tiraron a la basura el primer tomo, así que todavía no leo las 501 noches que me faltan.
Mi juventud me obligó a creer en utopías, por lo tanto incursioné – en el muy amplio sentido de la palabra - en política. Me interesé por los pueblo sometidos y la gente marginada, lo que me llevó a Eduardo Galeano, y a toda biografía de aquel que de un modo u otro se opusiera al sistema: Mandela, Guevara, Castro, Gandhi, Evita…
Pasada esta etapa revolucionaria, volví a mis descubrimientos: llegué a Kafka, a Bioy Casares, a Sábato, Art, Dolina, a Ana María Shua, Pizarnik, Ocampo, a Vargas Llosa, Pablo Neruda, García Márquez, Humberto Eco, la majestuosa Cristina Bajo. Y de repente me encontré adulta, madre, maestra, en la biblioteca de mi casa, otra casa, otra biblioteca. Leyendo Elsa Bornemann, Silvia Schujer, Andrea Ferrari, Laura Devetach para mis alumnos, para mi hijo.
Y sigo y sigo
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